lunes, 13 de diciembre de 2010

UN HOMBRE GRIS

  UN HOMBRE GRIS
Presentación del personaje.
El hombre:
César era un hombre gris. Si la piel de los hombres reflejara los estados de ánimo, indudablemente la  piel de César sería de un intenso, aunque saludable, color gris. Tan gris como un día de invierno encapotado con la melancolía flotando en el ambiente, como una densa niebla que nada deja ver tras de sí. 
Así de gris era César.
Igualmente, César vivía una vida gris, sin altibajos, con los días sucediéndose unos tras otros en monótona cadencia, construyendo una vida a base de ir sumando amaneceres y recogidas, como si la grandeza se fundamentara únicamente en la acumulación.
César vivía la vida de muchos hombres, todos ellos sencillos y anónimos, enfundados en su gabanes –por supuesto de color gris– caminando, mezclados y a la vez arropados, por las calles de cualquier ciudad: vidas áfonas en una ciudad ruidosa.
César era un hombre singular. Célibe, no se le conocían compañías, amistades, ni –muchísimo menos– amoríos. Agradable –aunque reservado– en el trato, educado y cortés –aunque esquivo– en la conversación, rehuía cualquier tipo de acercamiento personal, siendo muy difícil tratarle y conocerle más allá del mero formulismo cotidiano. Rechazaba sin comprometerse participar en cualquier ágape; evitaba incluso coincidir con los compañeros del trabajo al finalizar la jornada laboral; era, en todo el sentido de la palabra, un hombre solo.
De edad indefinida, ni alto ni bajo, ni delgado ni grueso, con una cabellera rala que reflejaba el color gris perla y unos ojos glaucos que parecían mirar sin ver, nada había en su aspecto que llamara la atención. Andaba por la calle con los hombros encogidos y ligeramente inclinados hacia adelante, el cuello hundido en la solapa de gabán, como queriendo proteger las orejas del frío, en esencia protegiéndose del resto de la humanidad. Una expresión entre triste y resignada presentaba una tarjeta de visita, en verdad, nada edificante.

Sin embargo, al contrario de otros hombres grises, a los cuales su propia insignificancia vuelve envidiosos, mordaces y resentidos, César no era, en absoluto, malevolente. Lejos de cualquier comportamiento hostil semejaba al enfermo que, sobrellevando su desdicha con dignidad, en nada molesta al vecino y es un vivo ejemplo de amor propio.

El entorno:
A César le gustaba pasear por el bosque. Buscaba de inmediato algún curso de agua y lo acompañaba con paso muy lento, disfrutando de la sombra de los olmos, sauces o fresnos que crecieran en sus orillas. Le agradaba particularmente si topaba con un álamo blanco, con su corteza gris y sus hojas blancas por el envés. Sus paseos eran largos y monótonos y se prolongaban desde el amanecer hasta el crepúsculo. Entonces, cuando todo se vuelve gris, César, tras todo un día de caminata y ayuno, volvía a la ciudad.
En el bosque César, sin saberlo él mismo, se confundía con la generalidad de las cosas, se imbuía en un todo protector, acogedor y envolvente, y –sobre todo– estático. Para César, el movimiento representaba inquietud, ausencia de previsión, miedo a lo inesperado. Por eso, procuraba abreviar los trayectos de su casa al trabajo y viceversa.  En el bosque, César participaba de ser algo, pero a la vez de no ser nada. El bosque para César era ese lugar mágico dónde poder asimilar la energía necesaria para seguir viviendo.

La idea:
Más si uno se fijaba en el paso de César, cadencioso él, sentía el ritmo de la regularidad, la tranquilidad de sentir que “aquí no pasa nada”. Y eso era César, un caminante plácido en el río de la vida.
Un caminante al que los demás –a los cuales él les importaba un ardite– llamaban gris, aburrido, insulso, hebén, jauto y  desdonado..., en definitiva, un hombre al que sus inferiores intentaban apabullar, sus iguales tildaban de fracasado y sus superiores ignoraban.
Pero eso a César no le importaba; era lo suficientemente inteligente para percibir las emociones de los demás y los sentimientos de sus semejantes hacia él. Y todo ello soportaba César, porque César tenía una pasión...
  
La pasión de César

Tan sólo había un foco de luz en la existencia de César. Un foco que irradiaba un raudal de pasiones, iluminando su vida, pero, al mismo tiempo, ocultando todo lo demás. César vivía su pasión y vivía de su pasión, en una extraña simbiosis sin prever su inestable equilibrio. Como la mariposa que, atraída por la luz, intenta posarse en la llama de un candil y acaba muriendo abrasada, así César revoloteaba alrededor de su pasión sin percibir su inexorable destino.
La pasión de César era la historia, los héroes, los hechos gloriosos que alguna vez ocurrieron y él revivía una y otra vez en su imaginación. Imaginaba haber nacido héroe.
Imaginaba haber sido Eneas, reviviendo  la huida tras la caída de Troya, con su anciano padre a cuestas y llevando a su hijo pequeño de la mano. Su espíritu misógino agradecía que, en la confusión de la huida, la esposa de Eneas hubiese quedado atrás.
Imaginaba haber pertenecido a los Argonautas, zarpando en el Argos en busca  del vellocino de oro. Haber disfrutado la sensación de ser uno más entre héroes inmortales como Jasón, Heracles, Orfeo, Cástor, Pólux o Peleo.
Imaginaba ser Beowulf, y luchar contra el monstruo Grendel, mitad hombre y mitad demonio, soñaba con matar dragones y ser rey de los daneses.
Se recreaba en la vida de Marco Furio Camilo, el segundo fundador de Roma, vencedor de los etruscos y de los celtas: una casa al estilo romano, mirando hacia adentro, con un muro perimetral que cercenaba la visión al exterior y un patio central interior, dominando las habitaciones en derredor, con fuentes, vegetación y estatuas de mármol blanco representando efebos y ninfas. Y él en esa casa, siendo un primus inter pilus, respetado por sus iguales, venerado por sus inferiores...siendo un cónsul de Roma.
Imaginaba tantas cosas que, sumergido en sus sueños, era un ser completamente feliz. Nada más le pedía a la vida que un espacio donde guardar sus libros y un tiempo donde soñarlos.


Un día en la vida de César

El despertador suena a las ocho en punto de la mañana. César se desvela poco a poco, remoloneando entre las sábanas. Al punto coge el libro que se le cayó de las manos la noche anterior - al caer rendido por el sueño - y aprovecha los primeros minutos de vigilia para leer con avidez algunas páginas más.
Desespera de la cadencia imparable de las manecillas del reloj, ávidas ladronas que le roban el tiempo. Cuando el latrocinio se consuma, César se levanta y tras un rápido aseo corporal y un, aún más rápido, desayuno se dispone a emprender su trabajo cotidiano; trabajo aburrido sí, pero trabajo que le permite subsistir.
Tras un lento y monótono desplazamiento al lugar de trabajo, César desarrollaba durante nueve horas su labor de contable en un pequeño cuartucho de una gran empresa.
Con escasa comunicación de él hacia sus compañeros y una indiferencia generalizada de sus compañeros hacia él, César cuenta y cuenta, que no cuentos sino números, hora tras hora sin desmayo. En lo que en los demás podría suponer una carga fastidiosa, en él es sólo una rémora ineludible la cual es preciso soportar a fin de garantizar los mínimos ingresos económicos que le permitan costear sus otras actividades, que en el caso César, no se trataba de una sola actividad sino más bien de “la” actividad.
Tras finalizar su jornada laboral, el semblante de César se transformaba. Un experto fisonomista podría descubrir en los rasgos de César,  por la mañana apatía y al final de la tarde ansiedad.
César llegaba a su casa e inmediatamente se abalanza sobre sus libros, como el que se abalanza hacia sus seres queridos tras un largo tiempo de obligado abandono.
César se aferraba a sus libros, sus lápices y sus cuartillas; porque César escribía extractos de los que leía, en los cuales anotaba las características definitorias de los mundos, sociedades o personas protagonistas de sus libros. César intentaba atrapar, en sus hojas, el alma de sus personajes favoritos, la esencia de las civilizaciones pasadas. Contemplando sus hojillas creía contemplar sus mundos soñados en miniatura, como si fuese un Dios en las alturas.


El desenlace 

César, de joven, tuvo una aventura amorosa. En su pueblo, antes de emigrar, mantuvo relaciones con una –igual de joven que él– campesina. Su propia inseguridad le impulsó una huida hacia delante, camuflada bajo el pretexto baladí que en la capital abundaban las oportunidades. Y abandonó pueblo, novia y el fruto –ignorado por él– de la relación.
Un día cualquiera en la vida de César, llamó a su puerta el olvidado amor en la figura de la abandonada novia, explicándole ella, asombrado él, que en el pueblo natal de ambos, vivía otro César, con algo en común con él más allá del mero compartimento de nombres.
César, digeriendo con dificultades la tan -no asombrosa pero sí inesperada- noticia, partió al punto hacia la aldea que lo vio nacer, entre confuso y sorprendido, no sin antes presentar un montón de excusas, ante sus jefes, del porqué de la necesidad de su repentina petición de dispensa laboral.
De resultas de lo largo del viaje, le dio tiempo, tal vez desafortunadamente, de meditar sobre los hechos. Preguntas y posibilidades se le abrieron en la mente. Forjó un sin fin de ilusiones, basadas en conceptos como amor, amistad o compañía. Se atrevió a replantearse sus preceptos, aceptando que –tal vez– no era necesario vivir tal y como te iba viniendo la vida, que era posible navegar contra corriente asumiendo el riesgo de construir tu vida aún cuando te pueda salir mal. Pensó que podría vivirse mejor en la aldea que en la capital y que no era demasiado viejo para casarse con la única persona –en toda su vida– que le había hecho un regalo.
César desembarcó en su pueblo, preguntó por el otro César y vió un labriego enfundado en una pelliza gris, con los hombros encogidos y ligeramente inclinados hacia delante, soltero, de cabellera rala gris perla y ojos glaucos, y con una expresión en la faz entre triste y resignada.
César balbuceó cuatro comentarios sobre lo inesperado que resulta descubrir que tenía descendencia, se ofreció para lo que fuese menester... y volvió a su capital.
Al día siguiente César se ahorcó colgado de la ducha de su casa...
 

Epílogo

Este cuento está dedicado a todos los hombres grises de este mundo, porque el mundo es de ellos. ¿O de nosotros?
FIN

7 comentarios:

  1. muy bueno. me gusta hasta el final.

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  2. vale césar era gris, ¿pero también de piel como el de la foto? Esq parece que de estar tan sólo se convirtió en gollum
    Buena foto XD

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  3. Pretendía hacer un cuento sobre un hombre de lo más normal y el gris simboliza lo contrario de lo brillante.
    En un mundo dónde cada vez más se nos pide el éxito, el triunfo, la excelencia...me pregunyo yo que qué hacen los que no destacan en nada, que son -ojo- la mayoría.
    La foto la encontré en interné al poner hombre gris. Me pareció una buena descripción de César: gris, delgado y estirado...un hombre a la defensiva.
    El sólo contra el mundo.

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  4. ¡Esta brillante!, aunque discrepo en el simbolismo del gris Sin embargo esta muy sustancial tiene un muy buen final

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  5. Me gustó mucho tu cuento :), y me llamó la atención porque yo conozco a un personaje que se llama "Hombre Gris" y es de un cómic, es inmortal y odia el mundo en el que vive, siempre está buscando métodos para quitarse la vida. Este es el link de sus historias: http://mapachecomic.com/consultaPersonaje.php?I=2
    La tuya es una interpretación diferente pero me sonó :)
    Saludos!

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