lunes, 13 de diciembre de 2010

EL GIGANTE FORJADIAMANTES

  Érase una vez un gigante muy grande y muy fuerte que se llamaba Adamas. Este gigante tenía una hermosa cabezota poblada de rizos muy negros y ensortijados y un cuerpo poderoso, abarcado por largos brazos, que se sustentaba en dos sólidas piernas como robles.
Adamas vivía errante, en lo más profundo de los bosque mas densos; siempre viajando, siempre en movimiento. Sin un lugar fijo donde dormir, recordaba su casa en una profunda cueva, en un bosque sombrío cerca de una ciudad llamada Golconda, en la lejana India.
Adamas estaba constantemente viajando, de bosque en bosque, rehuyendo el contacto directo con los humanos pero a la vez buscándolos para observarlos desde lejos, procurando siempre hacer el bién. Porque Adamas creía la antigua leyenda que contaban sobre su gente.
Como, sin duda, sabréis, se dice que los gigantes fueron, en el origen de los tiempos, humanos de tamaño normal que se destacaban por su amor a los demás, su ayuda desinteresada a cualquiera que lo necesitase y la búsqueda del bien. Y Dios para recompensar a estos hombres y distinguirlos entre sus semejantes los hizo mayores de tamaño cuánto mayores eran sus buenas obras. Y así, los gigantes más buenos fueron los gigantes más altos.
Adamas tenía un sueño: llegar a ser tan grande que pudiera tocar la luna con sus manos, y así, siendo tan alto, poder ver a Dios en su morada del cielo; de ahí su vagar constante buscando sumar buenas obras que le hicieran crecer de tamaño.
Adamas tenía una insólita facultad: había por casualidad descubierto que apretando fuertemente en su puño un trozo de carbón, éste se convertía en una piedra brillante que los humanos apreciaban mucho. Así, cuando en el curso de sus viajes topaba con labradores, los observaba desde la espesura, los veía trabajar duramente en su quehacer diario. Y un buen día, estos campesinos se despertaban con la sorpresa de encontrar a la puerta de sus casas un puñadito de diamantes, con los cuales evitar para siempre el fantasma de la pobreza. Y Adamas seguía su camino, en pos de otras personas a las que poder hacer feliz con sus piedrecitas, que a él se le antojaban mágicas.
Pasaba el tiempo y Adamas continuaba su vagar por el mundo, de bosque en bosque, ocultándose a los hombres, pero beneficiando a los necesitados. Sin embargo, Adamas no crecía. Era enorme, pero cuando alzaba sus brazos al cielo no podía tocar la luna y tampoco veía a Dios. Y Adamas se iba entristeciendo.
- ¿Será que no soy lo bastante bueno? - se decía para sí - ¿En que me habré equivocado?
Aunque triste, Adamas continuaba con su misión.  Pero su corazón se entristeció hasta tal punto que cayó enfermó. Adamas notó como iba perdiendo sus fuerzas poco a poco, hasta que, un mal día, se refugió en lo más profundo de un bosque y se recostó contra el tronco de una gran acacia... incapaz de mantenerse de pié. Agotado, Adamas se sumió en un profundo sueño.

Adamas soñó que le despertaba un pequeño niño pelirrojo:
– Adamas, Adamas, despierta que nos queda mucho por hacer.
Adamas despertó, en su sueño, y confundido susurró:
– No puedo, pequeño, no me encuentro bien. Y, además, no sé a qué te refieres con eso de lo que nos queda por hacer.
– Pues nos quedan – le respondió el niño – muchas tierras que recorrer y muchos sueños que hacer realidad.
– Ya te he dicho que estoy muy débil para levantarme – insistió Adamas. – Por favor, vuelve a casa con tus padres. Además, ¿no sientes miedo al verme? Los gigantes asustamos a los hombres.
– No tengo padres, Adamas – aseveró el niño –. Soy tu ángel y he venido a curarte de tu tristeza.
Adamas abrió, asombrados, los ojos y preguntó:
– Pero, ¿existen los ángeles también para los gigantes?
– Claro que existen, tonto – sonrío jocoso el angelito – ¿o acaso los gigantes no fueron antes hombres?
Adamas se sintió feliz al ver que las leyendas que hablaban del pasado humano de los gigantes eran verdad, que existían los ángeles para los gigantes y que podía haber encontrado un amiguito.
– ¿Cómo podrás curarme? – preguntó Adamas a la vez que notaba que su cansancio y malestar iba desapareciendo.
– Ya lo verás. ¿Por qué estas triste? – preguntó el angelito.
– Porque creía – respondió Adamas – que los gigantes crecían cuanto mayor bien hacían, y soñé de pequeño con alcanzar la luna con mis brazos y ser tan alto que pudiera ver a Dios. Y con esa idea partí desde la India para recorrer el mundo. Llevo muchos años haciendo lo que mis padres me enseñaron que debía hacer un buen gigante y sin embargo no crezco de tamaño.
– Bueno – dijo el angelito – tu problema es un gran dilema. ¿Te parece que mientras pienso en la solución me expliques cómo logras hacer esos diamantes?
Adamas, contento, se levantó inmediatamente y fue corriendo a buscar un trozo de carbón para apretarlo muy fuertemente y convertirlo en un gordo diamante con el que obsequiar a su nuevo amigo.
Tan sólo una semana después, Adamas y su ángel, que se llamaba Aggelos, eran inseparables. Jugaban correteando por los bosques, uno en pos del otro, hasta que cansados, se sentaban a la luz de la luna para contarse uno las leyendas de los gigantes y el otro cómo era la vida en el Cielo.
Aggelos le explicó a Adamas que era cierto que los gigantes crecían cuánto mayores eran las buenas obras que llevaban a cabo, pero ese crecimiento era ante los ojos de Dios y no se traducía en un mayor tamaño; que también era cierto que los gigantes estaban en el mundo para cuidar de los humanos; y que, si cerraba fuertemente los ojos, podría ver a Dios y abarcar con sus brazos la Luna.
Y fue así que, una noche en que brillaba una enorme luna blanca, Adamas cerró con fuerza sus ojos, y al estirar sus largos brazos hacia ella, sintió como la luna se hacía cada vez más grande, hasta que él la pudo tocar con sus dedos. Feliz, de poder tocar la Luna, Adamas vio, en el cielo, la cara de Dios que le sonreía...

Adamas despertó de su sueño, recostado contra la acacia, y se sintió fuerte, animado y dichoso. Y se levantó.
Adamas siguió recorriendo el mundo y pronto, entre los campesinos de muchos países, surgió la leyenda de un hombre muy grande y otro muy pequeño que vagaban por las tierras dejando tras de sí un reguero de felicidad, consuelo y esperanza.
Si alguna vez, pequeño lector, te encuentras con Adamas, podrás ver que junto a él se encuentra el pelirrojo Aggelos, siempre sonriente. Y tal vez, si has sido bueno, ambos te recompensen con un pequeño diamante, lo que, sin duda, te servirá de recuerdo de tan magnífica ocasión.

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